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Documento de Historia Nº 135. 12 de mayo de 2010El 11 en la Embajada de CubaEl yerno cubano de Salvador Allende
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Luis Fernández Oña junto al monumento al presidente Salvador Allende que hoy se levanta en la Plaza de la Constitución, frente al palacio en que el mandatario inmoló su vida antes de entregarse a la soldadesca golpista. |
Luis Fernández Oña llegó a Chile desde Cuba en misión político-diplomática el 26 de septiembre de 1970. Hacía 22 días que Salvador Allende había ganado la presidencia y debía asumir el 3 de noviembre, una vez que lo ratificara el Congreso. Fernández vino a preparar el restablecimiento de relaciones diplomáticas entre los dos países. Entretanto, junto a otro funcionario cubano asesoró en normas de seguridad e inteligencia al grupo de protección del presidente electo.
Fernández Oña conocía a Salvador Allende desde hacía algunos años, porque era, habitualmente, el funcionario cubano (del Departamento América, que dirigía el comandante Manuel Piñeiro) que atendía al líder chileno cuando éste visitaba la isla. En una de esas visitas, en 1967, conoció a Beatriz Allende Bussi, hija del entonces senador socialista, iniciando una relación sentimental que se estabilizó cuando Fernández se convirtió en diplomático en Santiago. En septiembre de 1971 fueron padres de una niña, Maya.
Fernández actuaba como consejero político de la embajada y mantenía, además, relaciones con dirigentes de Izquierda. Hace 34 años, el día del golpe, estuvo en la embajada. Vivió allí el asedio militar y las tensas horas posteriores al golpe, hasta la salida rumbo a La Habana junto con el personal diplomático y algunos chilenos, en las primeras horas del día jueves 13 de septiembre de 1973.
La vida de Luis Fernández Oña, quien se define como un soldado de la revolución, ha sido múltiple. Ha asumido responsabilidades en Cuba y en el exterior, en tareas políticas, de coordinación e inteligencia, y en misiones diplomáticas. Hoy está jubilado, visita habitualmente Chile donde viven su hija mayor y parte de su familia política. Con Beatriz Allende tuvo otro hijo, Alejandro, que nació en Cuba y hoy vive en Nueva Zelanda.
Fernández Oña conversó con Punto Final recordando aquel 11 de septiembre, como testigo de primera fila de un momento histórico.
¿A qué hora supo del golpe y qué hizo?
“Muy temprano. Estábamos con Beatriz y nuesta hija Mayita, que tenía casi dos años, en la casa en que vivíamos, en calle Martín Alonso Pinzón. Habíamos estado el fin de semana en Tomás Moro (la casa presidencial. N. de PF), pero volvimos a casa por nuestra hija que estaba agripada. Al saber lo que ocurría en Valparaíso nos preparamos para salir, cada uno a sus responsabilidades. Primero había que proteger a la niña y decidimos mandarla a casa de amigos, en La Reina. El compañero que movió los autos se llevó inadvertidamente la llave del Fiat de Beatriz, lo que nos dejó inmovilizados. Mientras, empezaba a juntarse gente hostil en los alrededores. Fue un momento de mucha tensión. Hasta que nos comunicamos con la embajada y nos fueron a buscar. Beatriz tenía siete meses de embarazo, pero decidió ir a La Moneda.
En la embajada todos ya estaban en sus puestos. Para nosotros, el golpe era inminente y habíamos tratado de prepararnos. Incluso se había enviado a los hijos de los funcionarios a Cuba. Sabíamos que teníamos la obligación de defender nuestra embajada. No saldríamos a menos que el presidente Allende lo pidiera”.
¿Cómo estaban organizados en la embajada? ¿Tenían armamento?
“Ese día en la embajada debe haber habido cerca de cien compañeros. De ellos, sesenta hombres encargados tiempo completo de la seguridad de todas las dependencias, de la Oficina Comercial, el Consulado, de la casa del embajador y de la protección del personal. Los demás eran funcionarios de diversas áreas. Todos, sin embargo, teníamos formación militar, y podíamos actuar como soldados. Podría decirse que éramos políticos y soldados: soldados de la revolución. La protección era indispensable, porque desde el momento en que se restablecieron las relaciones habíamos estado bajo una campaña de la derecha que llegó hasta a realizar atentados contra la Oficina Comercial.
Los compañeros de las tropas de protección tenían un jefe, pero éste estaba subordinado a la dirección político-militar de la embajada, la que componían el embajador, Mario García Incháustegui; el encargado político, Juan Carretero, y yo. Otro compañero, Ulises Estrada Lescaille, que hacía de nexo entre Santiago y La Habana, también la integraba, cuando estaba en Chile. He escuchado hablar de los ‘políticos’ y los ‘militares’ en la embajada: eso es un error. Todos éramos ambas cosas. En esos días también se integró a la dirección Patricio La Guardia, que estaba de paso en Santiago.
El armamento estaba compuesto básicamente por fusiles AK y lanzacohetes RPG-7. Nuestras instrucciones eran claras: proteger la embajada y prestar apoyo si el presidente Allende lo pedía. Pronto quedó claro que eso no iba a ocurrir. Allende estaba decidido a permanecer en La Moneda y se había jugado para impedir una guerra civil. No iba a aceptar que cubanos se enfrentaran con chilenos.
Nuestros preparativos en la embajada incluían un muro de concreto, asegurado con parapetos, para la comunicación entre el edificio de la embajada y la casa del personal de protección”.
¿La embajada fue rodeada?
“Cuando llegué, poco antes de las nueve de la mañana del 11, todavía no aparecían los individuos de Patria y Libertad que llegaron después. De todas maneras, elementos de derecha habían puesto barriles de petróleo a la entrada de calle Los Estanques, por Pedro de Valdivia. Al poco rato se produjo un incidente. No creo que haya sido una provocación, sino una estupidez. Un par de soldados, conscriptos de seguro, que estaban al otro lado, cerca del estacionamiento de la embajada, tuvieron la idea de asomarse por el muro y gritar ‘Ríndanse’. Los compañeros de guardia dispararon una ráfaga para asustarlos, y ¡de qué forma!
Un poco después, llegó a pedirnos armas Andrés Pascal, con Arturo Villabela y otros dos compañeros del Mir (Mario Espinoza Méndez y Julio Carrasco. N. de PF). Venían desarmados y les dimos unas pistolas para su propia defensa. Discutimos. Valoramos lo que hacían, pero decidimos no entregarles armas. Por una razón: no existía un operativo que garantizara que esas armas iban a llegar a destino. Lo más probable es que cayeran en manos golpistas. Así se les dijo. Fue triste. Tuvieron que irse. Trataron de detenerlos a la salida de la embajada y dispararon un par de tiros, para abrirse paso.
A raíz de los disparos los militares comenzaron a tomar cartas en el asunto. Ocuparon los edificios vecinos y controlaron los alrededores, pero los teléfonos seguían funcionando. Nos comunicamos con Beatriz y otros compañeros que estaban en La Moneda. Los golpistas preparaban el ataque aéreo. El golpe progresaba en todo el país. Empezamos entonces a destruir documentos, equipos de oficina y la radio. Yo había recibido, como encargo del presidente Allende, cuatro archiveros que contenían documentación reservada. En un par de ocasiones le pregunté si quería que esos archivos se mandaran a Cuba, para protegerlos. Tenían documentos, grabaciones de reuniones de la Unidad Popular, fotografías, en fin. Me dijo: ‘Ud. debe encargarse de que estén seguros y de que nadie los conozca. Y si hay un golpe militar y están en peligro, quémelos’. Así lo hice, quemé todo”.
¿Cómo supieron de la muerte del presidente?
“Supimos que habían salido de La Moneda Tati, Frida Modak, Isabel Allende y Nancy Jullien, cubana, esposa de Jaime Barrios, gerente del Banco Central. Paya no salió.
Después supe de la odisea de Tati, que sufrió síntomas de aborto pero logró llegar hasta la casa de una amiga. Vino el bombardeo de La Moneda y pensamos que había ocurrido lo peor. Como a las 3 de la tarde llamó el doctor Danilo Bartulín y contó lo sucedido: la muerte del presidente y de Augusto Olivares (1). Ya no teníamos comunicación radial con La Habana y teníamos que decidir nosotros. Empezó la espera. Revisábamos una y otra vez las medidas tomadas y su cumplimiento. Hacía mucho rato que había toque de queda. Ocasionalmente se oían disparos. Había preocupación, pero no recuerdo que haya habido especial nerviosismo. Así anocheció.
Entretanto, el embajador Mario García se movía. Era un diplomático de carrera que tanía muchos contactos. Habló incluso con el Nuncio Apostólico.
Llamó a la embajada un oficial de apellido Garín, creo. Pidió hablar conmigo. Era para comunicarse con la familia Allende; para que las tres hijas, Tencha, yo y alguien más, fuéramos al entierro del presidente en Viña del Mar. Consulté y se resolvió que debía ir. Al poco rato, llamó de nuevo: ‘Estamos aquí. Venga caminando hasta la entrada por Los Estanques. No vamos a entrar, venga Ud., con nuestra garantía’. Se me acercó el embajador y me dijo: ‘Te acompañaré hasta la puerta, quiero saber en manos de quién te dejo’. Había una garita, el portón para los autos y una puerta para entrar a pie. Salimos por ahí. No hicimos más que abrir la puerta y nos dispararon. Con Mario García Incháustegui saltamos hacia atrás. Cerca de la cabeza nos pasó algo como un enjambre de abejorros. Retrocedimos tras el muro y empezó un tiroteo. Nuestros compañeros dieron una respuesta contundente. Creían que estábamos muertos. El embajador quedó con una herida leve en una mano. Cuando terminó la balacera, nos llamó nuevamente el oficial para dar excusas. ‘Por poco nos joden’, le dije. Y cancelamos la salida.
Hubo después otras llamadas, tal vez del general Benavides, que habló con Ulises Estrada. ‘Ustedes tienen alto poder de fuego’, dijo, ‘pero nosotros vamos a aumentar nuestro poder de fuego y vamos a bombardear’. La respuesta fue: ‘Hagan lo que quieran. Nosotros defenderemos este territorio cubano’. Esa noche casi no dormimos.
¿Qué pasó el miércoles 12?
“En la mañana avisaron que visitaría la embajada el coronel Uros Domic. Fue amable -había estado en Cuba con una delegación militar-. Nos dijo que le interesaba viabilizar nuestra salida, ya que se habían roto las relaciones entre ambos países. Nos planteó que en la junta militar se había discutido el tema y que había una opinión para que se nos atacara. Sin embargo, se trataba de evitarlo. Por nuestra parte, pusimos condiciones: nos llevaríamos los archivos y todo lo que fuera posible transportar. Los cubanos que pudiéramos contactar en Santiago se irían también con nosotros. Aparte de Beatriz, Mayita, su nana, y las secretarias de Allende: Isabel Jaramillo con su hijo de 45 días y Paz Espejo, con sus hijos, que se habían refugiado en la casa del embajador. Todo lo aceptó el coronel Domic. Hubo una sola excepción: Max Marambio no podría salir, porque había estado en la escolta presidencial y era del Mir.
Hubo en ese momento dos cosas providenciales: había llegado un avión soviético en el que podríamos irnos y apareció un hombre extraordinario, al que no se le ha hecho el reconocimiento que merece: Harald Edelstam, embajador de Suecia. El se hizo cargo de los asuntos cubanos. Señaló que defendería con su propia vida la inviolabilidad de la embajada -que quedaba con bandera sueca- así como a Max Marambio y las otras personas que buscaran asilo. No los dejábamos solos, quedaban con funcionarios suecos. Si hu-biéramos abandonado la embajada sin esa protección y presencia, cualquiera que hubiera intentado refugiarse habría sido apresado y eventuamente asesinado. El embajador Edelstam dio un ejemplo de hidalguía y valor. Jugó también un papel importante la funcionaria sueca Sonja Mathieson.
Entonces, repartimos nuestras tareas. Fuimos a buscar a nuestra gente: a los de Prensa Latina, de la Oficina Comercial, de la casa del embajador y de distintos domicilios. Otros compañeros se encargarían de improvisar cajones y arreglar el equipaje. Otros mantenían la protección y defensa. El coronel Domic permaneció en la embajada para mayor seguridad.
Salí a buscar a Beatriz en un automóvil en que iba un chofer y un acompañante, ambos armados y militares de civil, y en el asiento de atrás, conmigo, un mayor de uniforme. Cuando llegamos a la esquina de Pocuro nos disparó un francotirador, seguramente al ver al uniformado. Los militares se bajaron del auto pero no detectaron a nadie. Encontré a Beatriz muy afectada por la muerte de su padre. Nancy Jullien angustiada por la suerte de Jaime Barrios (detenido en La Moneda y desaparecido. N. de PF.). Fui también a buscar a mi hija Mayita con su nana. Otros, como Ulises Estrada y Michel Vásquez, también salieron a buscar compañeros. Los reunimos prácticamente a todos”.
¿Pensaban llevarse las armas?
“Teníamos un problema con el peso. Debíamos priorizar a las personas, en total más de 120. Había que organizar la caravana y estar alertas ante la posibilidad de provocaciones. En la noche, cerca de las 11 y media, salimos en caravana con el apoyo de varios embajadores y una escolta militar. Yo no vi a nadie salir a provocarnos. Santiago parecía una ciudad muerta. Pasamos frente a La Moneda que todavía humeaba. Sentíamos mucha pena por Allende, por los caídos, por los amigos que quedaban en peligro y porque teníamos que dejar en la embajada a Max y las armas, aunque con el conocimiento y protección de los suecos. Pienso que hubo una reacción colectiva de vergüenza. Pero se había tomado una decisión y había que cumplirla: asegurar la vida del personal cubano y de las personas que nos acompañaban. La decisión colectiva fue respetada”.
¿Cómo fue la salida?
“Llegamos a Pudahuel. Ni siquiera nos ayudaron con la carga. Tampoco aprovisionaron el avión con agua y alimentos. No recuerdo algún incidente. Llevábamos sólo dos heridos leves: el embajador y un compañero de apellido Farías, con una esquirla cerca de un ojo. Salimos poco después de la medianoche. Empezaba el jueves 13. El piloto soviético cortó la comunicación y siguió una ruta distinta de la que habitualmente hacen los aviones. Hubo una escala en Lima y finalmente, aterrizamos en La Habana. Prácticamente de inmediato tuvimos una reunión en el Palacio de la Revolución con el buró político del partido, presidido por el comandante Raúl Castro. Estaban el presidente Osvaldo Dorticós y también Celia Sánchez. Informamos en detalle: la reunión duró varias horas. Fidel estaba en Vietnam. El buró político aprobó nuestra actuación. El 28 de septiembre, en la fiesta anual de los CDR, con Fidel presente, Tencha, Beatriz y todos nosotros entregamos al comandante en jefe la bandera que había flameado en la embajada de Cuba en Santiago.
Han pasado 34 años y sigo pensando que hicimos lo correcto. Fui uno en la dirección colectiva de la embajada. Eso todavía es un orgullo para mí”
HERNAN SOTO
(1): Periodista, asesor del presidente Allende, director de TVN y miembro del consejo de redacción de Punto Final.
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