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Miguel Arteche
(1926 - 2012)


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Elegías por un niño muerto



  
Y el niño abrió los ojos en la noche, y las plumas
de la muerte rozaron su corazón: la fiebre
cantó sobre los hilos de las venas.
Y vi los corrosivos dedos sobre su boca,
y el serpentino tajo que segaba implacable
todo el tallo del pulso.

Entonces,
cuando en el cielo en el viento se acercaba,
¡ay sólo entonces!,
rogué a solas por él.

Y el niño ardió en la noche, y las cárdenas uñas
se hundieron en la tierna yema: sobre sus ojos
cintilaron las últimas estrellas.
Y vi los dientes nítricos royendo el virgen tuétano,
y en el centro del pecho desmoronado todas
las hojas de su sangre.

Entonces,
cuando en la sombra el trueno penetraba,
¡ay sólo entonces!,
miré la trama lívida de la muerte y temblando
rogué a solas por él.

Y el niño vio la cara tras la pared: sus manos
se hundieron en las olas cerosas: la agonía
hizo caer el sol entre sus sienes.
Y desde su cabeza vi el canasto escarlata
de la serpiente negra, y entre el humo del rostro
los anillos de fuego.

Entonces,
cuando a sus pies el rostro centelleaba,
¡ay sólo entonces!,
besé la tierna frente y el final de sus ojos,
y solitariamente arrodillado
rogué a solas por él.

Y las bocas solares del delirio soplaron
en la frente del niño, y el país de la muerte
fue del tamaño de su corazón.
Y oí cómo en la noche respiraba y subía
desde el gélido rostro, toda la edad del viento,
toda la eternidad.

Entonces,
cuando en la noche los barcos zarpaban,
¡ay sólo entonces!,
miré las velas rígidas en medio del espacio,
y rodeado de todas las lluvias siderales
rogué a solas por él.

Y en el centro del mundo nos quedamos los últimos,
y devastó su cuerpo el soplo que ascendía
solitario, dejándome en lo oscuro.
Y me encontré en el nunca con el niño de entonces,
y sobre las fronteras baldías de la noche
rogué a solas por él.

Entonces,
cuando el amanecer en mí soplaba,
¡ay sólo entonces!,
entre el viento del génesis y el trueno de la gloria,
vi sus ojos fulgentes y su boca llameante,
y en la mitad del ciclo terrible del silencio
rogó él solo por mí.



          (Del libro "Destierros y Tinieblas", 1964)





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