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Documento de Historia Nº 134. 12 de mayo de 2010


Por Aurelio Alonso (1)

A 54 Años del Moncada

(Publicado en Punto Final Nº 644, 27 de julio, 2007)

 


Fidel Castro y otros prisioneros sobrevivientes del asalto al Cuartel Moncada, son llevados al tribunal que los condenó a penas de presidio.

Aquel grupo de revolucionarios, mayoritariamente procedente de las filas juveniles del Partido del Pueblo Cubano, que se hacía llamar “ortodoxo”, que protagonizó, el 26 de julio de 1953, el asalto al cuartel Moncada, en Santiago de Cuba, se integró durante el corto plazo que siguió al golpe de Estado que había llevado al poder a Fulgencio Batista, algo más de un año atrás. Un régimen autoritario, dictatorial y corrupto, de corte paramilitar y policial, más que militar, que iba a introducir en la economía del país las manos de la mafia norteamericana de la industria del vicio. Muchos de aquellos jóvenes, hastiados de inseguridad ciudadana y del abuso, de la falta de libertades y del entreguismo a los intereses de los Estados Unidos, se conocieron en el curso de los encuentros y las acciones que iban desarrollando en la búsqueda de caminos de solución a los desatinos sufridos por la patria.

Se sabe que no fue la inspiración de un partido leninista ni de una orientación doctrinal definida, pero tampoco se puede ver como una erupción espontánea de rebeldía. Incluso se puede afirmar que los designios cruentos del régimen golpista, que logró entronizarse en 1952, sin resistencia militar alguna por parte del gobierno legítimo, recién comenzaban a ponerse de manifiesto. Después de gobernar de facto la Isla por muchos años, seguidos de un período presidencial constitucional entre 1940 y 1944, Batista había entregado el poder al presidente electo y se mantuvo distante durante ocho años de la silla presidencial. Para algunos cubanos era difícil percatarse, en los momentos que siguieron al golpe, de que se había iniciado una tiranía similar a la de Trujillo en República Dominicana, Pérez Jiménez en Venezuela, los Duvalier en Haití y los Somoza en Nicaragua, por sólo citar de las del vecindario geográfico la época.

Muchos de los asaltantes se conocieron en el curso mismo de las acciones que se fueron desarrollando. Abel Santamaría, Raúl Gómez García, Mario Muñoz, José Luis Tassende, Boris Luis Santa Coloma, Renato Guitart, y otros que también dieron su vida en el combate, y los que lograron sobrevivir, como Jesús Montané, Pedro Miret, Juan Almeida, Ramiro Valdés, junto a Fidel y Raúl Castro. La implantación de la tiranía había impuesto una nueva situación a la lucha de quienes buscaban honestidad y decencia en la conducción política del país. Los caminos democráticos se habían cerrado ostensiblemente con aquel hecho de violencia que fue el golpe de Estado, y los jóvenes más esclarecidos comenzaban a darse cuenta que sólo una respuesta radical podía generar un cambio de la situación. Los unía una inspiración martiana: la urgencia de una vindicación que se le debía a José Martí, cuyo recuerdo había sido banalizado y minimizado sistemáticamente.

El liderazgo de Fidel se hizo notar rápidamente en el seno de aquel grupo, que se reconoció en la profundidad y la coherencia de sus planteamientos, su convicción en la victoria, en su valentía probada en las luchas estudiantiles y en sus primeras experiencias políticas. La decisión de realizar una acción armada atacando el cuartel Guillermo Moncada en Santiago, y el cuartel Carlos Manuel de Céspedes, de Bayamo paralelamente, tenía un significado estratégico, desde el punto de vista militar y político. El cuartel Moncada era la segunda fortaleza militar del país, después del campamento de Columbia en La Habana, y constituía el enclave castrense de dominación de las provincias orientales. Fue una operación que requirió una gran dosis de audacia, una preparación muy cuidadosa, un acopio de recursos con grandes sacrificios de los participantes, una confianza y una lealtad ilimitada, y un secreto celosamente guardado. La mayoría de los que allí estuvieron se enteraron de lo que iban a hacer veinticuatro horas antes de la acción.

Como es sabido, el Moncada no pudo ser ocupado por aquellos jóvenes, que se convirtieron con su acción audaz en los verdaderos iniciadores de nuestra Revolución. De esta continuación, como se ha afirmado con acierto, de casi un siglo de lucha por la total independencia de Cuba, que comenzara Carlos Manuel de Céspedes en 1868 en La Demajagua. Continuidad que dejó caracterizada Fidel para la historia de Cuba, en la conmemoración del centenario, en Bayamo, el 10 de octubre de 1968, cuando dijo: “Nosotros, entonces, hubiéramos sido como ellos; ellos, hoy, hubieran sido como nosotros”.

Dado que el Moncada y el cuartel de Bayamo no pudieron ser ocupados, a los ojos de la lectura inmediata, la operación fue un fracaso. De locura y de acto de aventurerismo fue calificado entonces por muchos. También por los comunistas cubanos, que seguían, como el resto de los partidos latinoamericanos, la línea soviética, reticente en la época al uso de la lucha armada revolucionaria para acceder al poder, y promovía la participación en las opciones electorales. Muchos de aquellos jóvenes perdieron la vida y los sobrevivientes fueron a parar a prisión en el Presidio Modelo en la entonces Isla de Pinos.

Sin embargo el Moncada sirvió, en primer lugar, para desenmascarar la crueldad y la falta de escrúpulos de la tiranía, que asesinó a mansalva a los sobrevivientes que quedaron entre los muros del cuartel. La revista Bohemia publicó primero la foto del combatiente José Luis Tassende herido, pero con vida, sentado en una sala dentro del cuartel, y después apareció oficialmente reportado, y retratado, como muerto en el combate. La soldadesca trató de eliminar a los que se refugiaron en el hospital Saturnino Lora, de donde se recuerdan gestos de genuino heroísmo de Raúl Castro, que tenía entonces poco más de veinte años de edad. Y también trató de eliminar a Fidel, incluso por la vía del veneno después de haber sido capturado. El acto innecesario de crueldad cometido con Haydée Santamaría, al presentarle los ojos que los torturadores habían sacado a su hermano Abel, fue un gesto de barbarie sin precedente en nuestra historia. La dictadura de Batista quedaba, a partir de entonces, desnuda ante la opinión. Ya no habría dudas para nadie en Cuba de a qué niveles de perversión represiva iba a estar sometido nuestro pueblo.

El régimen dictatorial no tuvo otra opción que instrumentalizar un juicio a los actores que sobrevivieron al ataque a ambos cuarteles, a quienes no podía ya eliminar. Pensaron tal vez que se cubrirían con una pantomima judicial ante la opinión pública, y que llevarían así a la picota a un puñado de asaltantes, que tratarían de alguna manera ignominiosa de disminuir la condena. Se equivocaron totalmente. Fidel Castro, que era ya el líder indiscutible de aquel grupo y se convertiría en el líder indiscutible de su generación, asumió su propia defensa, obligado por las circunstancias, y en su reconocida condición de letrado.

Su alegato de defensa, que recorrió el país, y después tendría resonancia en muchos rincones de Nuestra América, bajo el título de La historia me absolverá, era todo lo contrario de lo que esperaban los magistrados. Fidel convirtió el juicio en una condena abierta de la opresión y la miseria a la que se había condenado a nuestro pueblo, a lo largo de los años, por gobernantes corruptos e inescrupulosos, de los crímenes cometidos al amparo del poder desde las esferas que conducían el país. Y al propio tiempo en el enunciado público inicial de un programa de saneamiento social, el punto de partida de lo que posteriormente hemos reconocido como el “Programa del Moncada”, que expresaba de manera sintética y clara, con una precisa y explícita inspiración martiana, lo que se proponían hacer aquellos jóvenes para transformar la realidad del país.

Fue el Programa del Moncada, en primer lugar para los “moncadistas” mismos, y a partir de entonces para los que se le sumaron, el punto de referencia obligado, que se profundizó con los estudios realizados durante lo que Fidel llamó “la prisión fecunda” , en los años que siguieron, confinados en el Presidio Modelo, y que inspiraron la expedición del Granma, realizada desde México, donde fueron a parar exiliados, y la lucha en la Sierra Maestra, y en todo el país desde 1956 hasta la victoria misma de la Revolución. Fue el Programa del Moncada el que rigió la realización de la Reforma Agraria, la Reforma Urbana, la campaña de alfabetización y todas las radicales transformaciones realizadas a partir de la victoria revolucionaria del 1º de enero de 1959.

Fidel termina aquel alegato con otra de sus frases que se han hecho célebres. De hecho, la primera, y que le dio título para siempre al documento: “La historia me absolverá” . Hace poco leí comentarios en torno a la pregunta de un periodista: “¿Lo ha absuelto, finalmente, la historia?”. Lo cierto es que la historia es tan compleja e inagotable (no hay “ fin de la historia” , a menos que destruyamos el planeta), que es imposible restringirla a la misión de condenar o absolver. Aún si no cabe duda de que también condena y absuelve. Para el propio Fidel aquel era el dilema ante el tribunal del régimen que lo juzgaba; no el dilema de su vida o de su muerte física, sino el del Estado de opresión y explotación, de crimen y tortura, de terror, desde el cual se le juzgaba, y un ideal de justicia social y equidad, de desarrollo, de soberanía efectiva y de dignidad humana y nacional. Es evidente que aquel dilema no se resuelve con la excarcelación de los moncadistas, sino a partir de la victoria de 1959, en que el programa de otra sociedad, distinta y opuesta a la vivida hasta entonces, comienza a hacerse realidad.

A duras penas, con una descomunal oposición externa, desde Washington, y con su decisiva influencia en el concierto internacional, apreciable en muy diversas maneras, en unos y otros períodos, la cual se ha prolongado durante casi medio siglo con muy poco respiro. Y también con limitaciones de conducción propias de nosotros, los que hemos participado, con mayor o menor responsabilidad, de manera oficial o no oficial, en la aventura que siguió a la victoria, errores reconocidos o por reconocer, rectificados o por rectificar, a veces relevantes, pero que nunca han sacado al proceso cubano del cauce esencial de los ideales que lo inspiraron desde el Moncada. Creo que cuando afirmó “hemos hecho una revolución más grande que nosotros mismos”, Fidel acuñaba, tal vez sin saberlo, otra de sus frases más significativas.

En 1961, año en el cual tuvo lugar la invasión mercenaria por Playa Girón, y en plena contienda armada contra numerosos grupos de alzados, sostenidos por las mismas manos y bolsillos que organizaron la invasión, se realizó la proeza verdadera de la alfabetización de la población adulta, privada del elemental instrumento de la lectura y la expresión escrita. Desde allí a contar con un ejército de profesionales hay un buen trecho. La proeza de hoy, de contar con decenas de miles de médicos y educadores contribuyendo, de manera solidaria, a dar respuesta a similares urgencias, que se mantienen como un agente inconfundible de pobreza y desamparo en el escenario de los países periféricos, hubiera sido impensable a la altura del Programa del Moncada.

Son diferencias que sólo pueden explicarse a partir de considerar momentos distintos en el tiempo histórico. Podría citar otras, y no todas son positivas. El efecto del derrumbe socialista, junto al recrudecimiento del bloqueo norteamericano, ha forzado al pueblo cubano a simultanear estas realizaciones con una austeridad sostenida e incluso acrecentada, que persiste como el más severo de los desafíos de nuestra actual transición socialista. Me refiero al hecho de que nuestra sociedad se vea de nuevo colocada desde los noventa ante dificultades que parecían definitivamente resueltas a la altura de los ochenta. Sin embargo la conciencia de aquello de que carecemos es ahora tan importante como contar con lo que tenemos.

Las complejidades que debemos afrontar en nuestros tiempos son muchas. En los sesenta la victoria de la Revolución cubana, y su nueva epopeya, la de hacer su socialismo, le otorgó una dimensión paradigmática ante una Izquierda latinoamericana paralizada en la apuesta electoralista. Una marea guerrillera se extendió por el continente y dejó muchas huellas valiosas antes de ser sofocada por la contraofensiva política y militar de Washington, dispuesto a evitar la repetición de la experiencia cubana. La captura y asesinato del Che en Bolivia en 1967 marcó el final de la salida armada como propuesta para la toma del poder desde la izquierda. En aquella etapa, precisaría yo. La entrada en los setenta sorprende a los que desechábamos la posibilidad de la vía electoral con la victoria presidencial del senador Salvador Allende en Chile. Y la demostración de que un programa de reformas radicales se podía implementar a partir de aquí. Tampoco tuvo tiempo para hacerlo, pero no porque se mostrara inviable en sí mismo, sino porque el imperio no estaba en disposición de permitirlo, ni a partir de la vía armada ni de la pacífica. El algoritmo estaba por encima de la polémica entre los socialistas: el éxito no dependía tanto de la vía utilizada para llegar al poder, sino de la capacidad para resistir al imperio.

Creo que es una de las enseñanzas de aquella época para otra época: la que vivimos ahora, que el camino electoral ha permitido comenzar a cambiar el mapa político latinoamericano.

Si volvemos la mirada al Moncada, considero que la historia ha absuelto a aquellos jóvenes muchas veces, por lo que fueron juzgados y por el esfuerzo por ver realizados sus ideales. Pero también considero que no basta. Porque tendremos que seguir decidiendo, generación tras generación, y enfrentarnos a un desafío que se renueva. Desafío que no tiene solución de manera local. Y la historia nos tendrá que absolver o condenar muchas veces, por lo que hagamos y por lo que dejemos de hacer.

AURELIO ALONSO

En La Habana


(1): Sociólogo y ensayista cubano, subdirector de la revista Casa de las Américas.



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