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Julio Barrenechea
(1910 - 1979)


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Autorretrato lírico


Portada del Libro "Voz Reunida" Editora Gabriela Mistral. 1975. En el cual está contenida esta autobiografía del autor.


La Editorial Gabriela Mistral, que mucho me honra acogiéndome, me ha solicitado una presentación de mí mismo. Para ello debo verificar un acto de desdoblamiento para desprejuiciarme y hablar libremente, como si se tratara de otro, y por otra parte, realizar una suerte de alquimia purificadora, que deje a mi figura literaria separada de múltiples elementos de una vida muy variada, admitiendo sólo los estrictamente indispensables para enmarcar el motivo fundamental. Entonces, viene lo siguiente:


Mi poesía, como mi vida, ha sido un camino hacia la muerte. Mi primer libro, El Mitín de las Mariposas, aparecido en 1930, fue editado por mi compañero de Derecho Oscar Waiss, en la Editorial Minarete, que no logró un segundo título. Fue sin duda un producto del ambiente estudiantil, como lo delatan su propio nombre y muchos de sus poemas. Se vivía un tiempo de agitación y yo aparecía como cabeza visible del movimiento estudiantil que terminó por orientarse definitivamente contra el primer Gobierno del General don Carlos Ibáñez. Cuando el libro apareció, ya estaba relegado en el Norte, y los estudiantes vendieron los ejemplares por mano para enviarme dinero. Un notario de Rengo, de apellido Marín, se interesó por mi situación, y hablando con don Carlos Ibáñez, le dijo: “Cómo pueden tener relegado a este niño, que es tan bueno, que no se atrevía a publicar El Mitín de las Mariposas por temor a que se lo disolvieran los carabineros". El General rió de buenas ganas y me levantó la relegación. Hay en el libro otros títulos estudiantiles, como "Amor Universitario", "Lección sobre Maud", “Lectura del Manzanar", "La Mañana Escolar". Roberto Meza Fuentes lo llamó afectuosamente en El Mercurio "Poema del Mal Estudiante". Además, la presencia de la imagen vistosa con una modelación poética de la greguería venía de mi contacto con los “runrunistas", grupo nacido contra el trascendentalismo y que en oposición pretendía imponer una forma intrascendente en la manera de escribir, de vivir y hasta de vestir, lo cual resultaba por sobre todo pintoresco. Auténticamente, integraban aquel grupo: Benjamín Morgado, con Esquinas; Clemente Andrade Marchant, con Un Montón de Pájaros de Humo; Raúl Lara, con La Humanización del Paisaje; Alfredo Pérez Santana, con El Hombre que se creía Caballo de Carrera, y posteriormente se agrego Alfonso Reyes Meza, como colaborador de Doce Poemas en un Sobre. Entre los simpatizantes estuvimos Augusto Santelices, Raúl Cañón Artigas, René Frías Ojeda y yo. Cuando este Grupo se presentó en el teatro del Club de Señoras, y Pérez Santana interpretó un solo de bombo mientras Morgado dormía, apareciendo luego Reyes Meza a dar una conferencia, vestido de tenista, con una raqueta en una mano y dos naranjas en la otra, doña Delia Matte salió espantada.


Sin embargo, en el libro a que nos referimos, como lo advierto en el prólogo, no sólo hay mariposas de vuelos alegres y vistosos, sino también obscuras, desesperadas, pero los poemas íntimos están apagados por las luces juguetonas de los más gráciles. Sin embargo, hay un poeta, Miguel Munizaga Iribarren, que junto con un compañero muy querido para mí, y desaparecido tristemente, habían detenido su atención antes que el libro saliera, y me habían consagrado por mi poema "Minuto Negro", en el cual opero ante el espejo el fenómeno de desdoblamiento, tratando de contemplarme como voy a quedar cuando me quede muerto. Aquí se denuncia el comienzo tenue de una corriente que va cruzando a lo largo de mi poesía hasta ocuparla toda entera en "Diario Morir" y en “Ceniza Viva", e ir todavía más allá en "Estados de Animo".


Esta sensación de muerte no es de temor, sino más bien de enfrentamiento, y no sólo con la mía propia, sino con el fenómeno total, lo que me hace vivir con una permanente sensación de lo perecedero, y en consecuencia no darles generalmente importancia a cosas que no la tienen, en relación con el gran problema central.


Por tal motivo, debo manejar una doble personalidad, la extravertida, que sonríe irónicamente frente a muchas debilidades humanas, incluyendo las mías, lo cual me conduce al humorismo, y la introvertida, que pertenece a la vida absolutamente privada conmigo mismo, tratando de definir incógnitas y mi propia incógnita, y averiguando, por ejemplo, si estoy más cerca de la sensación de muerte de Darío, que es un divino pagano, que llora por la juventud perdida y que por amor a la vida teme a la muerte, o si trato de acercarme a un Santo como San Juan de la Cruz, para quien la muerte es una felicidad porque es el nacimiento a la vida eterna.


De este modo, tratando de aproximarme a lo inmaterial, me aparece el poema “Definición de Suavidad", y entonces mi línea se orienta naturalmente, a la definición de lo indefinible, en mi libro Espejo del Sueño, título en el cual hay seguramente influencia del título La Sombra del Humo en el Espejo, siendo además para mí el mismo Augusto d’Halmar, por la impresión que me causaba a la distancia, más que por su obra, que no conocía, un personaje fantasmal. Y creo que ocurrió una situación magisterial por su misterio poético, simplemente con un cuarteto del gran lírico Jorge González Bastías: “Hay un sendero muy amado / que mana luz de eternidad, / el que por él ha penetrado / se nimba de su claridad". Pero fuera de la búsqueda del contacto de lo que linda con lo inmaterial, aparece en el libro un poema con la sensación de muerte total: "Playa de muertes".


En “Rumor del Mundo", la corriente central se ensancha y se hace más vigorosa. La experiencia inicial de "Minuto Negro" es repetida con mayor sabiduría y dimensión en “Esfuerzo hacia la Muerte", poema hito, que marca en mi labor un decidido y frontal ingreso en lo desconocido. Y el otro poema, señero en mi logro, que contiene este volumen es "Es el Tiempo", donde se marcan las diferencias y el parentesco entre el Tiempo y la Muerte, que en su trabajo destructor parecen identificarse.


En 1945, el Presidente don Juan Antonio Ríos me llamó para decirme: "Julio, Colombia es un país de poetas, y yo necesito mandar a uno allá de Embajador, pero nada de Comités Centrales; es su amigo Juan Antonio Ríos el que manda a su amigo Julio Barrenechea".


Mi nombramiento se impuso en esta forma, y antes de partir a Colombia leí a manera de despedida mi poema a Santiago llamado "Mi Ciudad", que fue más tarde impreso por la Universidad de Chile, en edición al cuidado de mi querido amigo Héctor Fuenzalida Villegas, autorizada por ese gran Rector que fue don Juvenal Hernández.


Al llegar a Colombia me encontré con una impresionante novedad: yo había llegado antes. Los poetas colombianos me conocían, me recibieron en familia, mucha gente se sabía poesías mías de memoria. El Tiempo, de Bogotá, me dedicaba páginas completas con reproducciones de mi obra. De diversas ciudades comenzaron inmediatamente a llegarme invitaciones, ¿Por qué ocurría todo esto? Porque mis poemas se afinaban mejor con la sensibilidad colombiana que con los círculos literarios chilenos de la época. Mi poesía era como la de ellos, que, inspirados en Juan Ramón Jiménez, hacían la revolución poética contra el llamado “Centenarismo", con el Grupo Piedracielista", renovando la imagen, pero conservando la claridad y la forma, sin practicar el obscurantismo obligatorio y el caos de minoría, tan de moda entre los genios y los pergenios nacionales. Así, pues, Colombia me resultaba una adoptiva patria literaria, y me entregó generosamente el cetro de la actualidad poética, sin que ello produjera sino el afecto y el apoyo entre los grandes poetas fraternales de mi generación en aquel querido país.


Allí viví intensamente, no en la oficina, sino en todo su verde mundo. Recorrí todo su paisaje geográfico y social, anduve por su alma, asistí a hechos históricos y dramáticos y coroné esta época con una renuncia en defensa del derecho de asilo. Colombia me dio tres obras: EI Libro del Amor, Vida del Poeta y Diario Morir. Este último fue publicado a mi regreso a Chile. En El Libro del Amor, no es éste una vigencia, no es su canto en actividad; está en el temor de ser perdido, es un sentimiento a la distancia, es el abandono, la muerte, el olvido. En el segundo está Colombia, y la Muerte aparece en el poema a Cartagena, cuando canta el Hombre, que entre todas las cosas es el que se muere. En Diario Morir, la Muerte y el sentido de lo perecedero lo llenan todo. Aquí la Muerte está perfectamente definida en el nombre, es la vida en la muerte, es este Midas frío que cuanto toca lo transforma en inerte. Y hay en el texto un sentido metafísico y existencial.


El retorno de Colombia a la paz pactada, después de un movimiento de opinión pública nacional, el 10 de mayo de 1957, se convirtió para mí en una invitación a recibir el homenaje del país, formulada por el diario El Tiempo, las Universidades de América y los Andes y el Municipio de Bogotá. El ruido de esa vuelta al ruedo llega al Ecuador, y el Embajador de aquel país en Bogotá me formula una invitación a visitar su patria, a nombre de la Casa de la Cultura ecuatoriana. En el local de esa institución en Quito dicto dos conferencias ante una multitud desbordante, y debo atender además una intensa convivencia con la entrañable intelectualidad quiteña, aprovechando la oportunidad para rendir un homenaje, en su última morada, al recordado poeta Rafael Vallejos Larrea, quien residiera largamente en Chile. En aquella ocasión la Casa de la Cultura acordó imprimir mi obra total de poesía publicada hasta entonces, que apareció en 1958 con el nombre de Poesía Completa.


Después de este inolvidable viaje, viví un período de soledad, algo como en contraste con la ocurrencia contada, sintiéndome un tanto en eso que se llaman las tinieblas exteriores. Pero de un teléfono siempre se puede esperar algo, y un día cualquiera, inesperadamente, llamó el mío para hacerme llegar una voz desde el pasado. Era mi querido amigo de la adolescencia, cuando aún él era seglar de tongo, polainas y bastón, Monseñor Fidel Araneda Bravo, quien me invitaba a incorporarme como miembro de número de la Academia Chilena, en el sillón dejado por el poeta, mi maestro, don Samuel Lillo. Acepté sin vacilar aquel regalo del destino. A don Samuel me sentía muy ligado porque había sido mi profesor de Literatura en el Instituto Nacional cuando yo tenía doce años, y ante el curso reunido me había consagrado poeta, porque yo había terminado una composición con una moraleja en verso. Yo rechacé tal título, estimándolo excesivo, y el monto en cólera, creyendo que me había sentido insultado. Debí terminar por aceptar humildemente que era poeta.


Mi incorporación a la Academia en el Salón de Honor de la Universidad de Chile, evocando la imagen y la obra del maestro, mientras el padre Araneda trazaba los más perfectos perfiles de la mía propia, constituyó un acto tan especial que tal vez fue antiacadémico. El salón se desbordó en todas sus aposentadurías. Resultaba extraño, incluso para mí, que alguien tan poco académico llegara a la Academia.


De nuevo estaba en el juego. Se trataba de terminar con la hegemonía comunista en la Sociedad de Escritores, y un grupo decidido me buscó para ofrecerme esta bandera. Yo, como decidido partidario de la cultura libre, la empuñé con entusiasmo. El triunfo fue total y no quedó un solo comunista en el directorio de mi Presidencia. En el ejercicio de mi mandato, con excelentes colaboradores, se canceló el inoperante sistema de asambleas y se trabajó ejecutivamente, haciéndose muchas cosas, que no siempre han sido reconocidas. Pero si debo recordar, por una razón superior, que tuve el honor y goce espiritual de dar cumplimiento a la ultima voluntad de Gabriela Mistral, trasladando sus restos al paraje elquino de Monte Grande. Allí quedó enterrada frente al pequeño pueblo, en un cerro que es su tumba natural. En esta acción conté especialmente con la cooperación abnegada de las escritoras Carmen Castillo y María Urzúa.


Luego, a raíz de mi planteamiento de integración cultural latinoamericana, auspiciado por el Congreso por la Libertad de la Cultura, realicé una gira continental, ambientando esta idea en conversaciones con jefes de Estado, organizaciones intelectuales y autoridades de Educación, encontrando una acogida especial en Venezuela, cuyo Presidente, Rómulo Betancourt, hizo suyo mi anteproyecto, proponiéndose enviarlo con el patrocinio oficial de Venezuela a la Asamblea de la UNESCO. Esto fue declarado en una solemne sesión-almuerzo en el Palacio de Miraflores, con la plana mayor de la intelectualidad venezolana.


En 1960 debí concurrir integrando la delegación chilena a la reunión de las Academias Correspondientes de la Real Academia Española, celebrada aquel año en Bogotá. Allí rendí homenaje, en representación de todos los delegados, al Gran Poeta Nacional de Colombia, el Maestro Guillermo Valencia. Pero me tocó participar en otro hecho importante y de consecuencias inesperadas: Presentar y defender para que fueran eliminados del Diccionario de la Real Academia los términos peyorativos para el pueblo judío. Esta actuación derivó en una invitación especial a visitar el Estado de Israel, formulada por el doctor Nahum Goldman, Presidente del Congreso Judío Mundial. De paso, debía permanecer un tiempo en París, asistiendo a una reunión de intelectuales de alto nivel, donde por primera vez me informé de un hecho que me pareció tan asombroso como inaudito. En la Unión Soviética, el país del socialismo en construcción, que había pretendido demostrarse como un antídoto frente al nazismo, se adolecía de una de sus peores lacras: el antisemitismo, y se discriminaba a una minoría judía de varios millones de seres, prohibiéndoles emigrar a Israel, y muchos de ellos en prisión por el solo delito de haberlo solicitado. En aquella reunión me encontraba, cuando la Embajada de Israel me hizo llegar un inesperado cable, recibido desde Chile. Lo abrí con gran temor; podía ser una mala noticia. Mi esposa y mis hijos me comunicaban que en mi ausencia me había sido otorgado el Premio Nacional de Literatura.


La visita a Israel tuvo para mí la gran virtud de la constatación, y en el escenario mismo darme cuenta intensamente que todo era tangible, que nuestra religión no se fundamentaba en mitos sino en historia, que los Santos Lugares se mostraban con todo su contenido y fuerza interior al peregrinaje. Y junto a ello, pude sentir, mirando al pueblo judío en su heroico esfuerzo de construcción, todo lo que había sido su imperdonable genocidio. De todas estas impresiones nació mi libro Israel, un Árbol por cada Muerto, y nació también el poema "Dios Tuvo un Hijo", que cierra este nuevo libro.


Algún día el teléfono, siempre dadivoso, me trajo la voz de mi querido amigo Rodrigo González Allendes, quien me ofrecía una colaboración semanal en el suplemento dominical de La Nación. Me orienté en el camino de la prosa, y fueron apareciendo recuerdos y personajes típicos de una época, reunidos después en el volumen Frutos del País, publicado por Editorial Zig-Zag, poco antes de mi salida a servir el cargo de Embajador en la India, nombrado por el Presidente Eduardo Frei.


En la contemplación de la India, que es un país fundamentalmente plástico, por su luz y sus líneas, no vi a la Muerte sino a los muertos. Los vi abandonados en el viejo cementerio de Agra, o quemándose en las piras finales, o en la antesala del desenlace, emitiendo débiles quejidos en las casas para morir, o yéndose como cenizas y huesos calcinados por los sagrados ríos. Mis opiniones sobre la India están reservadas para un libro en prosa que titularé La India no Misteriosa. Mi geografía lírica de la India está en el libro editado allá en español: Sol de la India, con lugares y costumbres. La muerte no la pensé sino que la sufrí, dejando un hijo bajo su tierra, Sufrí la muerte y palpé más allá de ella, en mis dos libros escritos en aquel país y editados en España: Ceniza Viva y Estados de Animo.


El primero lo editó el Instituto de Cultura Hispánica en unas vacaciones que tuve en Madrid. El segundo, de regreso a Chile, en la Editorial La Muralla, también en Ia capital española. Allí debí hacer lectura de poemas en el Salón Mayor del Ateneo, en el Auditorio de Cultura Hispánica, y fui recibido por la Real Academia de la Lengua Española, tocándome alternar con las más descollantes figuras literarias de la Madre Patria.


Y ahora aparece esta nueva obra, donde escucho algunos retornos de mi antigua voz mezclados con los acentos del ser sumergido en sí mismo, y también nuevos tratos y ecos del contorno. Por este motivo se llama Voz Reunida. Creo que da todos mis tonos.


Mirándome desde otro ángulo, deberá responder a la pregunta: ¿Soy un político? Puedo contestar con claridad: ¡No! Lo que ocurre es que tengo "facilidades" para la política, y el ejercicio diplomático me afinó la capacidad de observación, para informar verazmente, lo cual me permite mirar con objetividad desapasionada los hechos de mi propio país.


En cuanto a la poesía política, la acepto, pero cuando es poética, o sea cuando el deleite estético puede hacer olvidar la ideología no compartida, pero cuando Ia temática sólo sirve de refugio a la incapacidad, la rechazo por indecorosa y servil. El arte comprometido es una negación de la virtud creadora. Un obrero que se hace comunista porque cree que es su Partido puede ser respetable. Un escritor que se hace comunista porque cree que es su negocio, es repulsivo.


Y en lo que estimo al final de una etapa de mi carrera, me pregunto: ¿Todo esto habría ocurrido, o habría ocurrido todo lo que ocurrió y cómo ocurrió, si no hubiera mediado en mi vida un acontecimiento, que estimo ahora la oportunidad de mostrar en todo su relieve y magnitud?


Pues bien, yo era un poeta vocacional. Con el ejemplo de mi padre, Julio César Barrenechea Contreras, poeta muy superior a muchos de los de su tiempo que lograron un nombre, que él tuvo el temor de conquistar, yo intentaba la poesía desde los seis años de edad. A los doce tuve algunos brotes, y luego en mi adolescencia, en un pintoresco Círculo Literario de Artes y Letras, era un poeta muy celebrado, por producciones que si tuviera que publicar debiera reunirlas bajo el justo título: Mis Peores Poemas.


Después, en la Escuela de Leyes, entré a formar pareja poética con Augusto Santelices, y en una revista, Llamas, que dirigía el entonces estudiante Armando Rodríguez Quezada, publicamos sendos poemas, siendo el mío: "Lección sobre Maud".


Y aquí viene el acontecimiento. Volvía yo de una trasnochada muy larga en San Bernardo, y mi familia, junto a mi madre, estaba reunida en la hora del almuerzo. Sobre la mesa estaba el ejemplar de La Nación con el suplemento dominical, que contenía la sistemática crítica de Alone. Como era natural fue lo primero que examiné panorámicamente, cuando mis ojos se detuvieron en algo muy parecido a lo escrito por mí. Luego el parecido me pareció excesivo, y después en forma creciente descubrí que la identidad era total, y que en letra muy negro estaba ahí, mereciendo la crítica de un libro, mi poema “Lección sobre Maud". Alone decía haber recibido la revista Llamas, de la Escuela de Leyes, pero que esas llamas sólo daban dos chispas: el poema de Santelices y el mío. Decía, entre otras cosas, que el poema de Julio Barrenechea "no pesaba ni posaba", terminando con esta frase: “En un ambiente semejante y de una manera parecida amaneció la poesía de Pablo Neruda".



Foto interior del Libro "Voz Reunida". El poeta en la India


Mi emoción se aproximó al delirio, mi trasnochada continuó de día, mi ser poético, cuya materia existía, había recibido un aliento, que era un soplo vital.


Las cosas hay que mirarlas de acuerdo con las circunstancias; para mí, un muchacho de dieciocho años, con la poesía en estado germinal, aquel toque de gracia resultaba demasiado trascendente, proviniendo de quien repartía diplomas y distinciones o reprobaba sin apelación en las carreras literarias, y de quien hasta sus peores detractores siempre esperaban que hablara algo de ellos, aunque fuera en contra.


Años más tarde, todavía antes de publicar mi segundo libro, recibí de Alone, con el cual nunca he mantenido una amistad directa, una carta circular en la que me solicitaba poemas para una selección que preparaba. Yo le mandé unos seis para que escogiera. Una mañana, justamente después de una trasnochada, apareció mi madre en mi pieza, para decirme que dos caballeros me habían venido a visitar, pero que ella había estimado prudente darme por ausente, recibiendo un gratísimo baño de elogios, por ser "la fuente de gracia de donde yo procedía". Esos caballeros eran Alone y Augusto Iglesias. Alone incorporó en su selección todos mis poemas.


Por 1964, pasado el tiempo de las trasnochadas, la empleada me anunció una mañana que en la puerta se encontraba un señor Hernán Díaz. ¿Quién será este Díaz?, pensé, y como estaba vestido, salí a averiguarlo. Allí en el marco de la puerta estaba Alone, quien avanzó con ambas manos estiradas, diciéndome: “Le traigo un rosario de felicitaciones; el libro de memorias está hecho".


Se refería a las crónicas dominicales de La Nación, cuando sólo habían aparecido tres. El, por su Cuenta, habló con ese gran señor que fue don Alberto Ostria Gutiérrez, asesor literario de Zig-Zag, y se dio el caso increíble de que una editorial le solicitara y comenzara a urgir a un autor por un libro que no estaba escrito. Así nació Frutos del País.


Creo que contar estas cosas evitan hacer el elogio de Alone, que es más que un crítico. Es un Gran Sacerdote del Culto Literario, con una fe profunda, con una devoción de misionero.


Sea para él mi público reconocimiento.



JULIO BARRENECHEA.




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