No tenían jefes. Bebían del hueco de un caracol. El chupete de sus hijos era un pedacito de grasa de lobo marino. Comían la carne que cazaban, los hongos y los frutos silvestres que recogían de un bosque muy frío. Se llamaban a sí mismos selknam y nacieron miles de años antes que la Argentina. |
Los investigadores creen que son descendientes de los tehuelches, o de una fusión entre estos y los indios fueguinos.
Pero los selkman no aceptarían estas teorías. Primero desecharían lo de "fueguinos". Ellos a su tierra la llamaban Karunkika, que en español significa tierra del sur.
Fue Francisco de Magallanes quien, en 1520, pasó frente a la isla más austral de América, y al ver las fogatas que los selknam encendían para protegerse del frío, bautizó el lugar como Tierra del Fuego.
Tampoco aceptarían ser simples descendientes de una cultura más antigua. Ellos se reconocían como los primeros hombres. Y según dicta su mitología no nacieron de antepasados patagónicos, sino del deseo de Timáukel.
Timáukel era el ser supremo y eterno. Había creado un mundo llano y sin nada con un cielo bajo y vacío en el que vivía.
Pero la voluntad del ser eterno también creó a Kinós -una suerte de Prometeo selknam- y lo mandó al mundo de abajo con la misión de inventar al hombre.
Kinós recorrió la tierra y se detuvo en el sur. Decidió que ése sería el lugar de los selknam. Dejó dos puñados amasados con barro y pasto, separados en el suelo. De pronto, el barro se unió solo y dio a luz a un hombre. Después a una mujer. Fueron los primeros antepasados de los selknam.
Los animales, las plantas y las estrellas, llegaron mucho después, como reencarnaciones de los indios que envejecían y renacían al poco tiempo, jóvenes y vigorosos.
No sólo el origen tenía una explicación mágica. Cada manifestación podía convertirse para los selknam, con toda naturalidad, en un hecho sobrenatural.
Para vivir tenían que comer. Y para comer tenían que cazar. En general, la presa más codiciada era el guanaco, un animal escurridizo a las flechas, y para colmo de males, a veces se convertía -a los ojos de los selknam- en una pitonisa de mal agüero.
Si el animal enfrentaba al cazador, presagiaba una guerra. Si caminaba en dos patas, la muerte pronta de quien lo perseguía.
Para protegerse del frío, construían toldos con pieles de sus presas. La puerta siempre estaba de espaldas al viento. Un agujero en el techo descongestionaba el humo de la fogata imprescindible. Cuando todo esto no era suficiente, ponían a sus hijos en el centro de la carpa. Después los rodeaban con sus cuerpos. Y a veces invitaban a pasar a los perros, para que su compañía les diese más calor.
Tomado del Diario El Clarín Digital, 03/06/1999